En última instancia, cuando la inteligencia desfallece, todos apelamos al sentido común, esa especie de piloto automático que no sabemos muy bien dónde empieza ni dónde termina. El sentido común es la plaza pública de nuestra conducta social, el garaje de nuestras creencias, el túnel de nuestra sensatez adormecida. A lo que no es egoísta, interesado, intencional... lo llamamos sentido común. Así dejamos que vele por nosotros en nombre de una inteligencia repartida en los otros, en la seguridad de la costumbre, en el tácito acuerdo de que las cosas siempre pueden ser peor. Gramsci decía que el sentido común es el folklore de la filosofía. Y no le falta razón. Pocas son las personas que se atreven a pensar por sí mismas, que rehuyen el lugar común y los dictados del sentido así llamado, porque en lo "común" se encuentra la comunidad, la comuna y por tanto la exención de responsabilidades. Pensar supone siempre un esfuerzo y no digamos ya actuar de acuerdo a ideas propias, a decisiones conscientes y elaboradas. Eso requiere no ya valor sino heroísmo. Para descansarnos del esfuerzo de ser libres está el sentido común. Prueben ustedes. Desobedezcan la lógica aplastante del sentido común y tracen su camino hacia la libertad. La reconocerán porque llega siempre en soledad.
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