Se trataba de un radiocassette Sanyo averiado, ni siquiera recuerdo cómo llegó a mis manos. Me sentaba en la puerta de casa a escuchar por enésima vez el "Volumen Brutal" de Barón Rojo mientras él se atragantaba con aquellas cintas TDK de 60 minutos en las que había grabado tantas veces (tapando las pestañas, por supuesto) que se podía distinguir de fondo la música anterior.
Luego fue un Grundig SV100 en el que pinchaba a Genesis, a Camel, a Yes... alargando un cable de auricular desde una habitación a otra. Mis padres dormían y, para que no me descubrieran, tapaba el panel del ecualizador por evitar que aquellas luces saltarinas pudieran despertarlos. Increiblemente, jamás se enteraron.
Más tarde llegó un walkman Sanyo. La intrépida mano que puso a mi alcance aquel invento diabólico todavía debe andar arrepentida. ¡Por fin podía escuchar mi música preferida fuera de casa! Aquellas cintas fueron muchas veces la más preciada compañía.
Tenía que llegar y llegó, el seductor discman azul, marca Sony, que hacía a la música saltar si yo saltaba (y a veces sin que saltara). Recorrió conmigo el puente romano en los largos paseos de otoño, y se encargó de dar a mis viajes en autobús una impecable pátina de banda sonora.
El diminuto Mp3 marca "la pava" se tragaba todo lo que le echaba: infames archivos en 128 kbps recién descargados de Napster. Nunca me gustó.
Lo derrocó un acorazado Ipod (ese invento infame de Apple) para someterme por un tiempo a los caprichos de Itunes. Era bonito, funcional y ligero. Ahí acaban sus ventajas.
Acabó llegando un deslumbrante Nokia, artilugio del demonio capaz de interrumpir la voz de Jeff Buckley con inoportunas llamadas telefónicas. Hoy es pieza de anticuario en cualquier bazar chino.
Escribo estas líneas desde un Android Samsung que me permite escuchar toda la música almacenada en Spotify, ese océano sin playas. Por obra y gracia del Bluetooth, la música vuela ahora por el aire de la estancia reproduciéndose a mi antojo en cualquier dispositivo.
Tratados como cacharros, artilugios, trastos, esos inventos nos acompañaron -lo siguen haciendo- por los distintos tramos de la vida.
A sus anónimos creadores quisiera hoy agradecerles tanto incensante esfuerzo en la vanguardia -siempre efímera- de la tecnología.
Uno a uno fuimos apartando de nuestro camino aquellos aparatos que tantas horas felices nos depararon, sustituyéndolos sin remilgos por la última novedad del mercado. Regalándolos o escondiéndolos, relegando tanta maravilla al cajon de lo inútil, fueron desapareciendo silenciosamente.
Sé bien que eso mismo hará el Tiempo con cada uno de nosotros.
Ah, pero suena una música..