Que la vida es absurda, injusta y sinsentido es algo que todos, tarde o temprano, terminamos asumiendo. Lo que voy a contar no tiene ya trascendencia. Detesto la imagen pero, en realidad, mis palabras ya sólo pueden ser lágrimas en la lluvia, al más puro estilo Blade Runner.
Por eso las disfrazaré un poco, porque ya nada importa y no es plan de añadir más dolor al dolor.
El caso es que este verano en la noche radiante del castillo hubo mucho humo, buenas vibraciones y barra libre para las emociones. Ni Bebe ni Loquillo me entusiasmaron tanto como la banda anfitriona, cinco chavales entregados a la difícil tarea de defender su repertorio ante el público de casa. Sin duda fueron los triunfadores de la noche, pese al boicot que sufrieron al final de su actuación. Destaqué de inmediato el buen hacer en los teclados de un joven músico al que no conocía de nada. Así lo comenté entre los amigos. De formación clásica, el chico arropaba soberanamente bien las armonías pop que la banda iba desgranando, embelleciéndolas con sutiles atmósferas de Korg y, en ocasiones, un precioso sonido Hammond.
Pedí a algún conocido que me lo presentara e incluso hablé con su mánager pero la noche, ya digo, iba por otro lado...
En esta vida absurda hay encuentros que llegan siempre tarde. O no llegan.