miércoles, 23 de diciembre de 2020

Comunicado tras el sorteo

Bueno, amigos y amigas, después de toda la movida de ayer, las llamadas, los nervios, la celebración... os puedo contar que un año más ¡no me ha tocado la lotería! Gracias a todos por compartir conmigo esta gran suerte. No solo la de no tener que cargar con el agravio del Azar (que a otro habría privado de tal suerte) sino la inmensa fortuna de ni siquiera haber estado pendiente del sorteo. Eso, por no hablar del dineral ahorrado en décimos. Pero lo que más me conmueve en estas horas felices es la constatación de que la vida es perfecta así, sin millones ni tarjetas black, sin Bonos del Estado ni Letras del Tesoro, y sobre todo -y esto no tiene precio- sin haberle dado a Hacienda un céntimo más de lo debido. Tampoco he tenido que atender a directores de banca en la puerta de casa, ni recibir repentinos abrazos, ni atender a amigos discontinuos, ni besar a vecinas con pucheros. No ha venido un lotero histérico a regarme de champán (lo cual se agradece porque uno es más de cerveza) ni reporteros sudorosos a ponerme la alcachofa (que en realidad me importa un pepino). Y lo mejor de todo, amigos: tampoco me veo abocado a arruinarme en los próximos años por encima de mis posibilidades. Es una inmensa dicha que quiero compartir con todas y todos vosotros. Me siento profundamente afortunado y sé que comprenderéis y respetaréis mi intimidad. Gracias, de verdad.

Pd. Presiento que la del Niño este año también va a ser buena. Si me entero en qué día cae, os lo cuento.






domingo, 20 de diciembre de 2020

Viaje sonoro a la India - Cap. I. Advaita

Advaita (la no-dualidad) es una banda formada por jóvenes músicos indios afincados en Nueva Delhi. Con solo dos discos han conseguido llamar la atención de un público cada vez más heterogéneo. Como su música, que mezcla con gusto exquisito estilos como el trip hop, el rock progresivo y el pop mainstream con elementos propios de la tradición india. En definitiva, un crisol sonoro que estimula la atención del oyente y cuya experiencia supone una auténtica delicia. 





jueves, 10 de diciembre de 2020

Las “Recurrencias” de Carlos Reymán Güera.

En su segunda acepción, el diccionario de la RAE otorga a la palabra “recurrencia” el siguiente significado: 2. f. Mat. Propiedad de aquellas secuencias en las que cualquier término se puede calcular conociendo los precedentes. Trasladar esta definición matemática al ámbito de la creación literaria y, más explícitamente, al caso de Carlos Reymán Güera, sitúa al lector exigente frente a una obra en curso de la que a ciencia cierta sabemos que cada fruto merece la espera. Si en “Demagogias” (Libros de Mesa, 2016) Reymán sorprendía con un debut contundente, trufado de dominio verbal e imágenes sabrosas, donde el ímpetu narrativo y la sensibilidad poética se alternaban, fundiéndose y confundiéndose felizmente, en “Recurrencias” (De la luna libros, 2020) se confirma la secuencia ascendente que sitúa a nuestro autor entre los nombres más recomendables de la literatura que hoy se escribe en Extremadura. Esa secuencia, que el lector atento aún no puede conocer en su totalidad, se completa con otros trabajos poéticos y narrativos de excelente factura que, cosas de los tiempos que vivimos, aún no han visto la luz.

“Recurrencias” se abre sin complejos, con un voraz aforismo: "Ante la duda, literatura". A través de este breve pero esclarecedor pórtico nos adentramos en el primer relato, “Una casa en el tiempo”, que marcará el tono y la pauta de los dos siguientes. En ellos Reymán apela a tintes autobiográficos para jugar hábilmente con la experiencia propia distorsionada al modo de los retratos de Freud o de Bacon (“La presentación”) y construye un relato cortaziano con reminiscencias del Wilde más oscuro (“La casa herida”). “La bala”, por su parte, relato breve y contundente, inaugura una serie bajo el título “Hazme de la filosofía un cuento”. En “Ensayo de una huida inaplazable” encontramos una de las sentencias más hermosas del libro: Todo lo que sé que no puedo ser, lo soy a la sombra de mi sombra. A partir de aquí los relatos se van sucediendo con una lenta pero inexorable correlación, levantando las cartas de una extrema sensibilidad poética condensada en relatos de impecable factura. El aliento metafísico se torna metaliterario y al revés: lo biográfico se vuelve literatura: la literatura –ya se nos advirtió- lo impregna todo. Comparece ante nosotros el ciudadano y el trabajador, el padre y el hijo, el esposo y el poeta… sin que ninguno de ellos se ate necesariamente a lo real. Los personajes literarios que nuestro autor encarna surgen de él mismo para ser finalmente otros. Multiplicado por la sagaz imaginación, nos regala esa atención exquisita hacia lo sencillo y lo efímero que acontece en nuestras vidas (“El reloj”, “Acerico”, “Los gorriones”, “¡Alerta, alerta!”) y que nos asaltan con la verdad de la emoción. Memoria y costumbrismo hay, en dosis bien medidas, en relatos como “Las gafas”, “La higuera y la parra” y “Paradojas”, que recuperan personajes vencidos por el tiempo, la enfermedad o la exclusión social. Y este es otro eje por el que podemos transitar: Reymán no rehúye el compromiso social ni la denuncia explícita de desigualdades e injusticias como las que presenta en “Y no te quejes”, “Muerte de un banquero”, “Mi jefe” o “El detenido”, pero lo hace sin ceder lo más mínimo al panfleto ideológico o al oportunismo de “la conciencia”.    

Pero hay más, mucho más. Recuerdo a Julián Rodríguez, nuestro añorado amigo, escritor y editor, defender que todo lo que merece la pena ser narrado sucede en el ámbito de la familia. Reymán hace suya esta sentencia, dibujando y difuminando perfiles de familiares que, como un puzzle, terminan encajando a la perfección en la propia composición biográfica del lector. Lo encontramos en el ya mencionado “Una casa en el tiempo” y lo celebramos en “El bucle”, “Peripatética”, “El abuelo”, “La tía Benilda”, el conmovedor “Receta para dormir bien” o en el largo estremecimiento que deja “Historia de un naufragio”. Prosa de muchos quilates.

Nuestro autor tiene alma y voz de poeta, y esto, que en la mayoría de los textos contribuye a intensificar la construcción narrativa, en otros (afortunadamente son pocos) le lleva a incurrir en algunas obsesiones particulares relacionadas con el mundillo literario, como los dos “diarios”, y que sólo salva tirando de ironía y temple en “Introducción a la poesía actual”, “Érase una vez un poeta” o “Adivinanza”, donde ya la prosa se encharca de lirismo: “Escritor sin techo, mendigo de palabras, hace la calle y la periferia, se sienta a las puertas de las editoriales que no le abren, descobijado, se sabe dos o tres frases en el idioma de los atardeceres, las siete letras del alfabeto del agua”.      

Con todo, tengo para mí que el mejor Reymán se nos desvela cuando adopta el tono de la distancia corta, cuando atrapa diálogos interiores, silencios muertos, respuestas imposibles. Ya hemos mencionado “Ensayo de una huida inaplazable”, en cuya estela se sitúan “c.r.g.”, ”Adultez, egolatría” (donde retumba este final: Atado al mástil de tu canto de sirena te espero, no me falles, soy nadie”), “Un adiós anticipado” y “Homo homini lupus”, entre otros.

En medio de la marabunta de autores y referencias que impregnan estas páginas, la pulsión metafísica parece remitir, principalmente, a Unamuno, aunque la sombra del Juan Ramón del “Diario de un poeta recién casado” y los “Cuadernos” es muy alargada, y entre los referentes más cercanos a los trabajos iniciales de Fernando Aramburu (los de “El artista y su cadáver”, cuando aún la tensión poética defendía su razón de ser) o a las entregas más recientes de Francisco Javier Irazoki. Alta literatura, en cualquier caso.   

Con sus bazas bien presentadas –en el bello y limpio formato de la colección “Lunas de oriente” coordinada por Elías Moro y Marino González-, estas “recurrencias” de Carlos Reymán Güera conforman un libro intenso, contundente -pese a no ser demasiado extenso- poético, imaginativo y, sobre todo, universal.  

Al mismo tiempo sitúan a su autor -anoten el nombre en la nómina de lecturas obligadas- entre las voces emergentes que ninguna editorial exigente debería dejar escapar.

martes, 8 de septiembre de 2020

Proceso entrópico

Los irreverentes rockeros de entonces somos hoy los apóstoles de la nueva música clásica.

Anoche, cuando volvía del campo de mi amigo Ángel Andrada, una luna roja agonizaba en lo alto, cantaban los grillos, la noche estaba en calma, sofocante pero hermosa, y el mundo parecía estar bien hecho. Instintivamente, en el equipo del coche busqué esta canción del mago Spinetta para escucharla una y otra vez, como cuando de niño quedaba atrapado en un universo sonoro de tres minutos. Me parece una obra maestra. La letra es de esas cosas que no se pueden explicar. ¿A qué te refieres, flaco? Da igual. Nunca lo sabré, nunca querré saberlo del todo. Para qué descifrar el enigma de ese "vino que entibia sueños al jadear", de esa luna "enrojecida en sed", de esas impalas recorriendo el estanque, de esos tigres que "ya se ven bajo la lluvia"... frutos de una consciencia alucinada y de un genio creativo irrepetible.

...Y entonces lo entendí: la realidad es nuestra mayor alucinación. 



En el antiguo lavadero de Trujillo

En estas pilas lavaron sus ropas las mujeres de Trujillo y Huertas de Ánimas desde finales del siglo XIX hasta los años 60 del XX. Entre aquellas lavanderas, mi abuela Cándida, mujer de riguroso negro (de ese negro adherido a la dura época y las circunstancias que tuvo que vivir), sacaba la tristeza de la ropa y la transportaba hasta casa con el barreño sobre la cabeza, según costumbre. A ojo, creo que pueden ser unos tres kilómetros, es decir, seis. 

No pude conocer a mi abuela (aunque ella sí me conoció a mí) pero, esta tarde, recorriendo esas pilas ya centenarias en compañía de mi madre, he sentido el arduo paseo de aquellas mujeres, sus manos arañadas por la espuma y la costumbre, sus moños rigurosos, duros como piedra pómez (¿se despeinaban al menos de vuelta casa?), sus largas risas mezcladas; sus silencios, más estruendosos aún... Y he recordado a Cándida, mi abuela, mujer que no conocí, y de la que desciende cada átomo de mi ser. Estas piedras conocieron sus manos. En estas aguas enjuagó sus pensamientos. Mi madre, con la mirada fija en el horizonte, contempla el antiguo lavadero de Trujillo y me habla de su madre, del rigor de aquella mujer silenciosa: sobrevivir a la España desangrada para sacar adelante siete hijos en la interminable posguerra. 

Aquí, frente a estas decenas de pilas, el sol se esconde lentamente, como abrazando aún aquellos cuerpos postrados entre la inocencia y la necesidad. Cae la luz cuando creo distinguir, encarando la bajada por el camino de tierra, la figura apretada de una lavandera. El cansado bulto avanza despacio hasta perderse en la incipiente oscuridad. La suya es una historia común, como la de tantas mujeres silenciadas por el relato oficial de aquellos años. No es una historia excepcional. Es sólo la historia de una lavandera y quizá la de mi abuela Cándida. Otra historia anónima más a la que le debemos lo que hoy somos.











domingo, 16 de agosto de 2020

Maravillosos artilugios del diablo

Se trataba de un radiocassette Sanyo averiado, ni siquiera recuerdo cómo llegó a mis manos. Me sentaba en la puerta de casa a escuchar por enésima vez el "Volumen Brutal" de Barón Rojo mientras él se atragantaba con aquellas cintas TDK de 60 minutos en las que había grabado tantas veces (tapando las pestañas, por supuesto) que se podía distinguir de fondo la música anterior. 

Luego fue un Grundig SV100 en el que pinchaba a Genesis, a Camel, a Yes...  alargando un cable de auricular desde una habitación a otra. Mis padres dormían y, para que no me descubrieran, tapaba el panel del ecualizador por evitar que aquellas luces saltarinas pudieran despertarlos. Increiblemente, jamás se enteraron.

Más tarde llegó un walkman Sanyo. La intrépida mano que puso a mi alcance aquel invento diabólico todavía debe andar arrepentida. ¡Por fin podía escuchar mi música preferida fuera de casa! Aquellas cintas fueron muchas veces la más preciada compañía. 

Tenía que llegar y llegó, el seductor discman azul, marca Sony, que hacía a la música saltar si yo saltaba (y a veces sin que saltara). Recorrió conmigo el puente romano en los largos paseos de otoño, y se encargó de dar a mis viajes en autobús una impecable pátina de banda sonora.

El diminuto Mp3 marca "la pava" se tragaba todo lo que le echaba: infames archivos en 128 kbps recién descargados de Napster. Nunca me gustó. 

Lo derrocó un acorazado Ipod (ese invento infame de Apple) para someterme por un tiempo a los caprichos de Itunes. Era bonito, funcional y ligero. Ahí acaban sus ventajas.

Acabó llegando un deslumbrante Nokia, artilugio del demonio capaz de interrumpir la voz de Jeff Buckley con inoportunas llamadas telefónicas. Hoy es pieza de anticuario en cualquier bazar chino. 

Escribo estas líneas desde un Android Samsung que me permite escuchar toda la música almacenada en Spotify, ese océano sin playas. Por obra y gracia del Bluetooth, la música vuela ahora por el aire de la estancia reproduciéndose a mi antojo en cualquier dispositivo.

Tratados como cacharros, artilugios, trastos, esos inventos nos acompañaron -lo siguen haciendo- por los distintos tramos de la vida. 

A sus anónimos creadores quisiera hoy agradecerles tanto incensante esfuerzo en la vanguardia -siempre efímera- de la tecnología.

Uno a uno fuimos apartando de nuestro camino aquellos aparatos que tantas horas felices nos depararon, sustituyéndolos sin remilgos por la última novedad del mercado. Regalándolos o escondiéndolos, relegando tanta maravilla al cajon de lo inútil, fueron desapareciendo silenciosamente.

Sé bien que eso mismo hará el Tiempo con cada uno de nosotros.

Ah, pero suena una música..





viernes, 24 de julio de 2020

Nostalgia del futuro


Estas cosas que ahora te parecen
agradables, sencillas, automáticas 
(averiguar junto a tu padre qué autor 
escribió tal o cual canción, qué banda 
la grabó primero...), serán un día 
el más preciado de tus recuerdos.




Trío de ases

Para María Contel Comenge.


Tres "Wilson" representan a la perfección todo lo que la música rock significa para mí. 

1. EL FEELING. El primero, JACKIE WILSON, fue un extraordinario cantante de soul, la mejor voz que he oído jamás. Timbre, tesitura, color y una facultad asombrosa para afrontar cualquier estilo, incluido el operístico, lo sitúan en el Olimpo de mis cantantes favoritos. Admirado y querido por el mismo Elvis, Wilson murió trágicamente en 1984, después de que una estrepitosa caída mientras actuaba lo dejara en coma durante cuatro años. 

2. LA HONESTIDAD. El segundo es BRIAN WILSON, sempiterno genio a la sombra de McCartney que, tras revolucionar la música popular al frente de los Beach Boys y emprender su particular travesía del desierto renació en los 80 con una carrera en solitario que tira de espaldas. A Wilson no sólo le debemos esas maravillosas armonías vocales y la obra maestra que es Pet Sounds. Su monumental disco "Smile" (iniciado en 1966 y publicado en 2005, ahí es nada) es una obra de arte sin paliativos. También su lectura del universo de Gershwin. El resto, pepitas de puro pop fundido en oro. 

3. EL SONIDO. La tecera W corresponde a STEVEN WILSON. El genio de la escena progresiva de las dos últimas décadas (Porcupine Tree, Blackfield, No-Man...) sigue revolucionando todo lo que toca. Cinco discos en solitario, a cual más brillante, lo han situado en un lugar privilegiado, libre ya de ataduras y sin límites creativos. En sus ratos libres aún saca tiempo para remasterizar obras legendarias de King Crimson, Jethro Tull, Camel, Tears for fears, Rush o Simple Minds. La densidad del sonido es una constante que emana en todo lo que toca este hombre, y el mejor regalo que cualquier amante de la música puede recibir.










domingo, 19 de julio de 2020

Mal de Stendhal

Con tanta postal maravillosa de Trujillo, creo que mis vecinos sufren una rara variante del mal de Stendhal. Solo fotografían la belleza yerta de los monumentos, la estéril hermosura de un paisaje vencido, vacío, casi fantasmal. Ahí siguen, discutiendo la gloria de un pasado efímero, de una épica apagada, esa bruñida moneda que ya no da para comer.

Pocos quieren ver otra realidad distinta a esa. Lo cual, a estas alturas, podemos calificar de alucinación colectiva. 

Porque... ¿quién se ocupa del presente? Que Trujillo se haya convertido en Comala, en una villa espectral y sin futuro ante los ojos de todos es demasiado duro de asimilar, lo entiendo, pero hay que hacerlo. 

Todo paciente tiene derecho a conocer el mal que le aqueja. No podemos mirar a otra parte, negar los síntomas, seguir mintiéndonos más tiempo. Trujillo se cae a pedazos. Con una tasa de paro del 22'9% y una despoblación que ronda las 100 habitantes al año, poca fiesta podemos hacer. 

Habría que pedir responsabilidades a quienes han gobernado la ciudad en los últimos años. Lamentable es que, a cambio de un escaño, la "magia que nunca acababa" haya devenido en un mal truco de prestidigitación de consecuencias funestas. Seguimos pagando el alquiler y ni rastro del casero.

Que otros sigan, mientras puedan, fotografiando, añorando y vendiendo un Trujillo inexistente. 

Yo seguiré viviendo en las calles mal alumbradas, transitando las aceras rotas, deteniéndome en los invisibles semáforos, asomándome a los locales vacíos y preguntándome por qué ha crecido tanta mala hierba por todas partes. 

Sí, contemplar este pueblo produce lágrimas. 

Pero de las otras.