En su segunda acepción, el diccionario de la RAE otorga a la palabra
“recurrencia” el siguiente significado: 2.
f. Mat. Propiedad de aquellas secuencias en las que cualquier término se puede calcular
conociendo los precedentes. Trasladar esta definición matemática al ámbito
de la creación literaria y, más explícitamente, al caso de Carlos Reymán Güera,
sitúa al lector exigente frente a una obra en curso de la que a ciencia cierta
sabemos que cada fruto merece la espera. Si en “Demagogias” (Libros de Mesa,
2016) Reymán sorprendía con un debut contundente, trufado de dominio verbal e
imágenes sabrosas, donde el ímpetu narrativo y la sensibilidad poética se
alternaban, fundiéndose y confundiéndose felizmente, en “Recurrencias” (De la
luna libros, 2020) se confirma la secuencia ascendente que sitúa a nuestro
autor entre los nombres más recomendables de la literatura que hoy se escribe
en Extremadura. Esa secuencia, que el lector atento aún no puede conocer en su
totalidad, se completa con otros trabajos poéticos y narrativos de excelente
factura que, cosas de los tiempos que vivimos, aún no han visto la luz.
“Recurrencias” se abre
sin complejos, con un voraz aforismo: "Ante
la duda, literatura". A través de este breve pero esclarecedor pórtico nos
adentramos en el primer relato, “Una casa
en el tiempo”, que marcará el tono y la pauta de los dos siguientes. En
ellos Reymán apela a tintes autobiográficos para jugar hábilmente con la
experiencia propia distorsionada al modo de los retratos de Freud o de Bacon (“La presentación”) y construye un relato
cortaziano con reminiscencias del Wilde más oscuro (“La casa herida”). “La bala”,
por su parte, relato breve y contundente, inaugura una serie bajo el título
“Hazme de la filosofía un cuento”. En “Ensayo
de una huida inaplazable” encontramos una de las sentencias más hermosas
del libro: Todo lo que sé que no puedo
ser, lo soy a la sombra de mi sombra. A partir de aquí los relatos se van
sucediendo con una lenta pero inexorable correlación, levantando las cartas de
una extrema sensibilidad poética condensada en relatos de impecable factura. El
aliento metafísico se torna metaliterario y al revés: lo biográfico se vuelve
literatura: la literatura –ya se nos advirtió- lo impregna todo. Comparece ante
nosotros el ciudadano y el trabajador, el padre y el hijo, el esposo y el
poeta… sin que ninguno de ellos se ate necesariamente a lo real. Los personajes
literarios que nuestro autor encarna surgen de él mismo para ser finalmente
otros. Multiplicado por la sagaz imaginación, nos regala esa atención exquisita
hacia lo sencillo y lo efímero que acontece en nuestras vidas (“El reloj”,
“Acerico”, “Los gorriones”, “¡Alerta, alerta!”) y que nos asaltan con la verdad
de la emoción. Memoria y costumbrismo hay, en dosis bien medidas, en relatos
como “Las gafas”, “La higuera y la parra” y “Paradojas”, que recuperan
personajes vencidos por el tiempo, la enfermedad o la exclusión social. Y este
es otro eje por el que podemos transitar: Reymán no rehúye el compromiso social
ni la denuncia explícita de desigualdades e injusticias como las que presenta
en “Y no te quejes”, “Muerte de un banquero”, “Mi jefe” o “El detenido”, pero
lo hace sin ceder lo más mínimo al panfleto ideológico o al oportunismo de “la
conciencia”.
Pero
hay más, mucho más. Recuerdo a Julián Rodríguez, nuestro añorado amigo,
escritor y editor, defender que todo lo que merece la pena ser narrado sucede
en el ámbito de la familia. Reymán hace suya esta sentencia, dibujando y
difuminando perfiles de familiares que, como un puzzle, terminan encajando a la
perfección en la propia composición biográfica del lector. Lo encontramos en el
ya mencionado “Una casa en el tiempo” y lo celebramos en “El bucle”, “Peripatética”,
“El abuelo”, “La tía Benilda”, el conmovedor “Receta para dormir bien” o en el
largo estremecimiento que deja “Historia de un naufragio”. Prosa de muchos
quilates.
Nuestro
autor tiene alma y voz de poeta, y esto, que en la mayoría de los textos
contribuye a intensificar la construcción narrativa, en otros (afortunadamente
son pocos) le lleva a incurrir en algunas obsesiones particulares relacionadas
con el mundillo literario, como los dos “diarios”, y que sólo salva tirando de
ironía y temple en “Introducción a la poesía actual”, “Érase una vez un poeta”
o “Adivinanza”, donde ya la prosa se encharca de lirismo: “Escritor sin techo, mendigo de palabras, hace la calle y la periferia,
se sienta a las puertas de las editoriales que no le abren, descobijado, se
sabe dos o tres frases en el idioma de los atardeceres, las siete letras del
alfabeto del agua”.
Con
todo, tengo para mí que el mejor Reymán se nos desvela cuando adopta el tono de
la distancia corta, cuando atrapa diálogos interiores, silencios muertos,
respuestas imposibles. Ya hemos mencionado “Ensayo de una huida inaplazable”,
en cuya estela se sitúan “c.r.g.”, ”Adultez, egolatría” (donde retumba este
final: Atado al mástil de tu canto de
sirena te espero, no me falles, soy nadie”), “Un adiós anticipado” y “Homo
homini lupus”, entre otros.
En medio de la
marabunta de autores y referencias que impregnan estas páginas, la pulsión
metafísica parece remitir, principalmente, a Unamuno, aunque la sombra del Juan
Ramón del “Diario de un poeta recién casado” y los “Cuadernos” es muy alargada,
y entre los referentes más cercanos a los trabajos iniciales de Fernando
Aramburu (los de “El artista y su cadáver”, cuando aún la tensión poética
defendía su razón de ser) o a las entregas más recientes de Francisco Javier
Irazoki. Alta literatura, en cualquier caso.
Con sus bazas bien
presentadas –en el bello y limpio formato de la colección “Lunas de oriente”
coordinada por Elías Moro y Marino González-, estas “recurrencias” de Carlos
Reymán Güera conforman un libro intenso, contundente -pese a no ser demasiado
extenso- poético, imaginativo y, sobre todo, universal.
Al mismo tiempo sitúan a
su autor -anoten el nombre en la nómina de lecturas obligadas- entre las voces
emergentes que ninguna editorial exigente debería dejar escapar.