martes, 8 de septiembre de 2020

Proceso entrópico

Los irreverentes rockeros de entonces somos hoy los apóstoles de la nueva música clásica.

Anoche, cuando volvía del campo de mi amigo Ángel Andrada, una luna roja agonizaba en lo alto, cantaban los grillos, la noche estaba en calma, sofocante pero hermosa, y el mundo parecía estar bien hecho. Instintivamente, en el equipo del coche busqué esta canción del mago Spinetta para escucharla una y otra vez, como cuando de niño quedaba atrapado en un universo sonoro de tres minutos. Me parece una obra maestra. La letra es de esas cosas que no se pueden explicar. ¿A qué te refieres, flaco? Da igual. Nunca lo sabré, nunca querré saberlo del todo. Para qué descifrar el enigma de ese "vino que entibia sueños al jadear", de esa luna "enrojecida en sed", de esas impalas recorriendo el estanque, de esos tigres que "ya se ven bajo la lluvia"... frutos de una consciencia alucinada y de un genio creativo irrepetible.

...Y entonces lo entendí: la realidad es nuestra mayor alucinación. 



En el antiguo lavadero de Trujillo

En estas pilas lavaron sus ropas las mujeres de Trujillo y Huertas de Ánimas desde finales del siglo XIX hasta los años 60 del XX. Entre aquellas lavanderas, mi abuela Cándida, mujer de riguroso negro (de ese negro adherido a la dura época y las circunstancias que tuvo que vivir), sacaba la tristeza de la ropa y la transportaba hasta casa con el barreño sobre la cabeza, según costumbre. A ojo, creo que pueden ser unos tres kilómetros, es decir, seis. 

No pude conocer a mi abuela (aunque ella sí me conoció a mí) pero, esta tarde, recorriendo esas pilas ya centenarias en compañía de mi madre, he sentido el arduo paseo de aquellas mujeres, sus manos arañadas por la espuma y la costumbre, sus moños rigurosos, duros como piedra pómez (¿se despeinaban al menos de vuelta casa?), sus largas risas mezcladas; sus silencios, más estruendosos aún... Y he recordado a Cándida, mi abuela, mujer que no conocí, y de la que desciende cada átomo de mi ser. Estas piedras conocieron sus manos. En estas aguas enjuagó sus pensamientos. Mi madre, con la mirada fija en el horizonte, contempla el antiguo lavadero de Trujillo y me habla de su madre, del rigor de aquella mujer silenciosa: sobrevivir a la España desangrada para sacar adelante siete hijos en la interminable posguerra. 

Aquí, frente a estas decenas de pilas, el sol se esconde lentamente, como abrazando aún aquellos cuerpos postrados entre la inocencia y la necesidad. Cae la luz cuando creo distinguir, encarando la bajada por el camino de tierra, la figura apretada de una lavandera. El cansado bulto avanza despacio hasta perderse en la incipiente oscuridad. La suya es una historia común, como la de tantas mujeres silenciadas por el relato oficial de aquellos años. No es una historia excepcional. Es sólo la historia de una lavandera y quizá la de mi abuela Cándida. Otra historia anónima más a la que le debemos lo que hoy somos.