viernes, 24 de julio de 2020

Nostalgia del futuro


Estas cosas que ahora te parecen
agradables, sencillas, automáticas 
(averiguar junto a tu padre qué autor 
escribió tal o cual canción, qué banda 
la grabó primero...), serán un día 
el más preciado de tus recuerdos.




Trío de ases

Para María Contel Comenge.


Tres "Wilson" representan a la perfección todo lo que la música rock significa para mí. 

1. EL FEELING. El primero, JACKIE WILSON, fue un extraordinario cantante de soul, la mejor voz que he oído jamás. Timbre, tesitura, color y una facultad asombrosa para afrontar cualquier estilo, incluido el operístico, lo sitúan en el Olimpo de mis cantantes favoritos. Admirado y querido por el mismo Elvis, Wilson murió trágicamente en 1984, después de que una estrepitosa caída mientras actuaba lo dejara en coma durante cuatro años. 

2. LA HONESTIDAD. El segundo es BRIAN WILSON, sempiterno genio a la sombra de McCartney que, tras revolucionar la música popular al frente de los Beach Boys y emprender su particular travesía del desierto renació en los 80 con una carrera en solitario que tira de espaldas. A Wilson no sólo le debemos esas maravillosas armonías vocales y la obra maestra que es Pet Sounds. Su monumental disco "Smile" (iniciado en 1966 y publicado en 2005, ahí es nada) es una obra de arte sin paliativos. También su lectura del universo de Gershwin. El resto, pepitas de puro pop fundido en oro. 

3. EL SONIDO. La tecera W corresponde a STEVEN WILSON. El genio de la escena progresiva de las dos últimas décadas (Porcupine Tree, Blackfield, No-Man...) sigue revolucionando todo lo que toca. Cinco discos en solitario, a cual más brillante, lo han situado en un lugar privilegiado, libre ya de ataduras y sin límites creativos. En sus ratos libres aún saca tiempo para remasterizar obras legendarias de King Crimson, Jethro Tull, Camel, Tears for fears, Rush o Simple Minds. La densidad del sonido es una constante que emana en todo lo que toca este hombre, y el mejor regalo que cualquier amante de la música puede recibir.










domingo, 19 de julio de 2020

Mal de Stendhal

Con tanta postal maravillosa de Trujillo, creo que mis vecinos sufren una rara variante del mal de Stendhal. Solo fotografían la belleza yerta de los monumentos, la estéril hermosura de un paisaje vencido, vacío, casi fantasmal. Ahí siguen, discutiendo la gloria de un pasado efímero, de una épica apagada, esa bruñida moneda que ya no da para comer.

Pocos quieren ver otra realidad distinta a esa. Lo cual, a estas alturas, podemos calificar de alucinación colectiva. 

Porque... ¿quién se ocupa del presente? Que Trujillo se haya convertido en Comala, en una villa espectral y sin futuro ante los ojos de todos es demasiado duro de asimilar, lo entiendo, pero hay que hacerlo. 

Todo paciente tiene derecho a conocer el mal que le aqueja. No podemos mirar a otra parte, negar los síntomas, seguir mintiéndonos más tiempo. Trujillo se cae a pedazos. Con una tasa de paro del 22'9% y una despoblación que ronda las 100 habitantes al año, poca fiesta podemos hacer. 

Habría que pedir responsabilidades a quienes han gobernado la ciudad en los últimos años. Lamentable es que, a cambio de un escaño, la "magia que nunca acababa" haya devenido en un mal truco de prestidigitación de consecuencias funestas. Seguimos pagando el alquiler y ni rastro del casero.

Que otros sigan, mientras puedan, fotografiando, añorando y vendiendo un Trujillo inexistente. 

Yo seguiré viviendo en las calles mal alumbradas, transitando las aceras rotas, deteniéndome en los invisibles semáforos, asomándome a los locales vacíos y preguntándome por qué ha crecido tanta mala hierba por todas partes. 

Sí, contemplar este pueblo produce lágrimas. 

Pero de las otras.