Ha ocurrido, ocurre con frecuencia, que alguien muestre o comparta ilusionado un texto que ha encontrado por ahí y que en la mayoría de los casos expresa, con rotunda claridad y usando un estilo si no bello al menos “bonito”, incontestables sentimientos universales. El párrafo o la cita viene siempre refrendada por una firma de “reconocido prestigio”, incluso para aquellos que no saben en qué consiste el prestigio de un escritor. Probablemente en no haber escrito en su vida bobadas semejantes. El caso es que estos artefactos no identificados gravitan como asteroides por la Red incrustándose en nuestras órbitas interestelares en forma de correo electrónico, imagen interactiva o powerpoint para reenviar a los contactos. Y así, dando vueltas y más vueltas por el ciberespacio, expanden su contaminada belleza estos textos de corte existencialista y actitud bienintencionada, siempre al acecho de lectores incautos.
En el Siglo XXI la posteridad tiene estas cosas: después de muertos, los autores célebres se convierten en apócrifos y terminan afirmando simplezas, defendiendo terribles causas a las que siempre fueron ajenos. Qué culpa tendrán Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Frank Kafka, Gabriel García Márquez o Julio Cortázar de que nuestra época marchita y sin gracia prefiera distorsionar sus palabras adaptándolas a la común necedad, en lugar de favorecer el conocimiento certero y duradero de sus obras tal cuales son.
En cierta ocasión, viéndome forzado a denunciar la falsa autoría de un texto atribuido a Pablo Neruda, la persona que me lo ofrecía, sin duda herida en su orgullo, terminó espetando: “Qué más da que no sea de Neruda, a mí lo que dice me gusta”. Al final, como vemos, todo se reduce a elegir entre belleza o verdad, dos cualidades ya definitivamente alejadas del ideal romántico alentado por el poeta John Keats cuando aseguraba que “Verdad es Belleza y Belleza es Verdad. Esto es cuanto sabéis en la Tierra. Y nada más necesitáis saber”.
Quizá el ser humano se resista siempre a vivir sin Belleza, a explicarse a sí mismo sin esta cualidad sobrehumana que todo lo transforma, otorgando esplendor a su anodina existencia. Pero no irá muy lejos si lo hace a costa de sacrificar la Verdad, razón primera y última de toda obra o pensamiento artístico. Esa Verdad tan a menudo incómoda que no entiende de formas, de gustos, de épocas, y que sólo encontramos en sus fuentes escondidas, los libros, esos recintos sagrados en los que sobrevive con el brillo incontestable de una estrella apagada.
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