Somos las marionetas de un dios pueril y caprichoso, el aniñado fantasma que tensa nuestras cuerdas y al cual llamamos equivocadamente destino. Nos agitamos incrédulos en la tarde, indefensos y precisos, y él derrama sobre nuestros cuerpos la pasión o el sufrimiento, la soledad o el amor, entre los posos del café que no beberemos y las ridículas canciones a las que ya no prestamos ninguna atención.
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