Como tantas otras garantías heredadas de la ancha y maltrecha tradición judeocristiana, el perdón es un acto de contrición y arrepentimiento que busca la "gracia" del ofendido y la anulación del correspondiente castigo. Es decir, el perdón en la cultura cristiana suspende la aplicación de la justicia, implorando del agraviado la renuncia a la venganza por el daño sufrido. Naturalmente, más allá del ámbito personal, el perdón carece de efectividad jurídica dado que no sirve para reparar ningún mal. Como estamos comprobando estos días, en la arena política el acto de pretendida humildad que empuja a un dirigente a pedir perdón públicamente al conjunto de la ciudadanía conlleva implícita la renuncia a asumir medidas reparadoras del agravio causado. Estamos, por tanto, ante una tergiversación más del principio cristiano que conlleva la enmienda de la ofensa y el arrepentimiento sincero por el daño provocado. No sólo resulta inadecuado que un servidor público reclame el "perdón general" (y por tanto neutro, abstracto, indirecto) de la población sino que ésta -la ciudadanía- no tiene potestad para aceptar dicho perdón, pues al no ser directo, de persona a persona, no busca reparar ningún daño -y menos aún restablecer la justicia ante los millones de ofendidos- sino, al contrario, suspender el castigo, aplicar la excepción en la ejecución de toda justicia. Una actitud, ya se ve, estrictamente dogmática, al tiempo que un nuevo alarde de fariseísmo galopante, muy propio de quienes acostumbran a hacer justo lo contrario de aquello que promulgan.
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