Se cumplen ya diez años de tu muerte.
Bien sé que no te olvidan, que te lloran
aquellos que te amaron y te aman.
También en mí clama incisivo el dolor,
el corazón se resiente y protesta.
Un áspero velo nubla mis ojos.
Pero llorar de más a nadie salva.
Nada cambia llorar como quien niega.
¿Acaso fuera justa esta condena?
¿Qué sabemos, atados por lo humano
a débiles pasiones, a naufragios
del alma, si existe un destino más alto?
Óyeme bien, mi fiel amigo, es hora
de bendecir tu vida y celebrarte.
Nos dimos amor siempre y no lo olvido.
Allí donde la infancia se alargaba
tu voz fue mi cobijo en la tormenta,
libres al fin y alegres, compartimos
juegos, terrores, mutuas confidencias,
y esa mirada nueva, siempre limpia.
Pura y generosa fue nuestra lealtad.
A ella ofrezco tu memoria y mi alegría.
Alto es el don que la amistad ofrece
y allá donde estés mi ser te bendice.
Por ti renuncio a la soberbia del llanto,
evito la muda afectación del verso
y renuevo, Abel, hermano, mi promesa.
Siempre aunque estés lejos te acompaño.
En mí, alegre siempre, yo te llevo.
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