Detengo bruscamente mi coche ante la inesperada comitiva de jóvenes que cruza la avenida. Portan entre bromas y risas unas andas desprovistas de imagen. Mientras les miro alejarse, anoto en mi pecaminosa conciencia el siguiente mandato: no volverme jamás ateo del todo para no acabar perteneciendo a cofradía alguna.
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