Hace unas semanas me llamaron de Canal Extremadura para recabar mi opinión acerca del último premio Nobel, el novelista chino Mo Yan. Como no tengo el gusto de haberlo leído -ni siquiera su novela El sorgo rojo, tan aclamada por los que han visto la película- despaché el asunto indicando los nombres de posibles lectores amigos míos; a saber, un editor y un poeta. Ninguno de los dos lo había leído, lo que dice mucho -y bien- de ellos. A fin de cuentas el Nobel es un premio que se concede precisamente para eso, para que leamos a autores que ni sospechábamos que existieran. A los pocos días mi librera me mostró encantada el reportaje sobre Mo Yan en el que ella y otros libreros aparecen comentando los lugares comunes del autor. Al parecer, el periodista en cuestión rastreó a fondo hasta dar con alguien (español, se entiende) que hubiera leído a Mo Yan. Sus pesquisas condujeron hasta una apacible ama de casa que se encontraba -lástima- de viaje. Ya iba a caer vencido en su empeño de glosar las virtudes del chino cuando el hijo de ésta, en un arranque de sinceridad, lo confesó todo: no sólo había leído varias novelas del chino sino que estaba a punto de merendarse la última.
Y así fue como, por fin, apareció la verdadera noticia.
Y así fue como, por fin, apareció la verdadera noticia.
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