Con tanta postal maravillosa de Trujillo, creo que mis vecinos sufren una rara variante del mal de Stendhal. Solo fotografían la belleza yerta de los monumentos, la estéril hermosura de un paisaje vencido, vacío, casi fantasmal. Ahí siguen, discutiendo la gloria de un pasado efímero, de una épica apagada, esa bruñida moneda que ya no da para comer.
Pocos quieren ver otra realidad distinta a esa. Lo cual, a estas alturas, podemos calificar de alucinación colectiva.
Porque... ¿quién se ocupa del presente? Que Trujillo se haya convertido en Comala, en una villa espectral y sin futuro ante los ojos de todos es demasiado duro de asimilar, lo entiendo, pero hay que hacerlo.
Todo paciente tiene derecho a conocer el mal que le aqueja. No podemos mirar a otra parte, negar los síntomas, seguir mintiéndonos más tiempo. Trujillo se cae a pedazos. Con una tasa de paro del 22'9% y una despoblación que ronda las 100 habitantes al año, poca fiesta podemos hacer.
Habría que pedir responsabilidades a quienes han gobernado la ciudad en los últimos años. Lamentable es que, a cambio de un escaño, la "magia que nunca acababa" haya devenido en un mal truco de prestidigitación de consecuencias funestas. Seguimos pagando el alquiler y ni rastro del casero.
Que otros sigan, mientras puedan, fotografiando, añorando y vendiendo un Trujillo inexistente.
Yo seguiré viviendo en las calles mal alumbradas, transitando las aceras rotas, deteniéndome en los invisibles semáforos, asomándome a los locales vacíos y preguntándome por qué ha crecido tanta mala hierba por todas partes.
Sí, contemplar este pueblo produce lágrimas.
Pero de las otras.
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